LA TEXTURA DE LOS RECUERDOS
Hay cartografías físicas, meras geografías con vocación de señal. Y entre tanto mapa atado por coordenadas asépticas y direcciones revisitadas, surge el fértil ejercicio de la memoria, la diversificada mirada de esa nostalgia de futuro que nos sitúa más allá de un paisaje olvidado. Hay pintores que sólo describen, otros dibujan perfiles y los más cubren de falsas veladuras los sueños rotos de una pintura industrial, de patronos y patrones, sometida a las isobaras de un mercado que no entiende de tempestades solitarias y volcanes creativos en erupción.
Los mapas urbanos, las atmósferas en construcción de Alejandro Quincoces son, sin embargo, estancias inquietas donde el vacío goza de un dinámico movimiento existencial, y lo que habita sus cuadros revela guiños simbólicos aptos para vivir con delicada sensación de orfebrería.
Aquí no hay cálculo frío y diseño de la composición. Nos habla el hombre con su mirada desmayada en luces y sombras, a vista de pájaro, y con la sugerencia abierta, desprendida, amamantada por una silueta final.
Quincoces pinta como si cada obra pudiera ser un último cuadro. Quienes han augurado, como agoreros ignorantes, la muerte de la pintura, no saben que en estas creaciones hay un doloroso afán suicida, un rastro de defunción en cada pincelada, consciente el pintor de que sólo con ese espíritu finalista, el lienzo nos devolverá la vida.
El camino de sutilezas que propone Quincoces siempre es doble: una mirada aparente de paisaje en relieve donde se perfila el lugar en el mundo que nos sitúa; y una abstracción de ciudades subliminales donde ensoñación y recuerdo conviven en un equilibrio ajeno a piruetas y conformismos.
La atracción de todo autodidacta, como el artista bilbaino, es que su formación nace en la turbulencia, en el azar, en la fe personal, tanto como en el doloroso combate en el estudio, el oficio y sus concepciones y la experiencia frente a la obra inmóvil.
Quincoces contiene un catálogo de profundas transparencias donde la vida y sus habitaciones asoman con forma de calles solitarias, ciudades dormidas que nos muestran un cobijo ajeno a la desazón, cubierto de delicadas avenidas de ida y vuelta.
En Alejandro Quincoces se impone la textura sugerente y la verdad pictórica. Hay dos invitaciones abiertas, implícitas, nunca contrapuestas, en su obra de paisajes que se asemejan a restos de sueños, a pecios de metrópolis varadas en un mar invisible que se presiente, a horizontes con arqueología moderna y yacimientos de vida herrumbrosa: la primera, en la superficie, como una instalación de retratos sin hombre donde aflora la pintura y el grafito de lugares que creemos reconocer; la segunda es la del contrato del dibujante perfeccionista con el pintor cuidadoso.
Entre ambas nace la singular coreografía de un artista que en los últimos treinta años ha mostrado los fondos húmedos, la psicología de miles de viajes que son periplos de hallazgos interiores.
La influencia del artista en jóvenes generaciones es palpable y evidente. Entre dibujos y grabados, oleos de gran formato, la biografía pictórica revela propuestas para hacer de la pintura un camino de búsqueda,una trascendente persistencia de la luz como reflejo de una apropiación del entorno.
Entre puntos de fuga y meticulosas atmósferas, nuestro pintor destila verdad escénica y fidelidad a un norte pictórico en el que, al contrario de buena parte de la pintura del presente, artificial y teatral, los detalles vencen a las anécdotas, el método no es pose ni impostura y los cielos y calles se citan en un territori inasible al que sólo accede la pintura.
Quincoces es un arquitecto de la periferia que nos lleva hasta el centro de los espacios. El equipamiento, el equipaje, la maleta, la comunicación de este demiurgo de abstracciones figurativas y figuras en danza es una escenografía de levedades y levitaciones, donde uno siempre encuentra una historia perdida, un rastro fugaz, un legado huérfano, un enigma roto.
Cada obra de este pintor desmiente los límites naturales, el formato, la rigidez de lo cronológico, la aparente austeridad, la perspectiva. El trampatojo emocional de una creación de Quincoces reside en que el ilusionista nos muestra un camino que requiere de nuestra valentía, que enciende de vaporosos itinerarios los tempos del cuadro como si entre el día y la noche se hubiese enredado una nueva estación de memorias y olvidos, de lugares en el mundo que no son nuestros y, sin embargo, hemos reconocido sin esfuerzo.
De Oporto a Baden-Baden, de Bilbao a Nueva York, la carne plástica de Quincoces, una pintura que siempre abandona la decoración de mercado para crecer en ambición, en su respuesta de sangre y materia, está tendida en el gran tendal de una urbe mayor que es la creación como habitación propia y estación primera, para partir a lo desconocido.
La tarjeta de embarque que pone este artista de la luz en la oscuridad y el gris como color encendido se manifiestan en una vocación de sensualidad difusa, que envuelve y seduce pero nunca empalaga. Es la caricia urbana de Quincoces como un duro ejercicio de ternura ausente, como esa vieja fotografía que creíamos olvidada y se presenta sin avisar.
Los contrastes alimentan sus texturas limpias y trabajadas, como las contradicciones cotidianas, en una suerte de pintura humanista que a veces elude con provocación su narratividad y otra asume su condición de enorme relato para mostrar el asombro de la realidad que no es tal.
La verdadera biografía de este pintor riguroso, y con poco ánimo para caer en la espectacularidad, queda trazada en los ángulos muertos que sugieren sus estampas urbanas, en los cielos sobre ciudades que nos muestran como un ángel vigilante las dimensiones verdaderas de lo breve, fugaz e íntimo. En cada obra de Quincoces hay, al menos, una elipsis de otra ciudad no revelada, de un camino sumido en la pérdida de muchos que desandaron la ruta del olvido.
Las instantáneas que se superponen en su trayectoria, prolífica y siempre coherente, juegan con la fugacidad para transitar, como un camino de luz, hacia el fondo de un inquietante brumoso diario de ciudades y aéreas manifestaciones de la luz.
El tratado de serenidad que asoma en este realismo que entraña nos traduce el mundo y alcanza la plenitud en su fantasía: la posibilidad de llegar a habitar estos paisajes esperantes, dotados de arqueología sentimental, como un yacimiento para el deseo.
La potencia de esta creación estriba en esa familiar encrucijada que Quincoces propone en el combate de veladuras de cada cuadro: estilo y forma, lenguaje e inquietud entrelazados en una morada de urbanismo que ilumina el terreno de nuestra búsqueda.
Ahora sería fácil caer en la catalogación, en la importancia de lo referencial, de esos nombres de ciudad y paisajes reconocidos, referir la iniciación publicitaria de su carrera, analizar la prematura mirada hacia el dibujo, escudriñar en el paisaje apropiado como una prolongación de la vida…
Pero lo que trasciende de esa metafísica norteña, con la brújula de la inquietud y el inconformismo, es la musicalidad de sus visiones: lírica teñida de inquietantes paisajes que se encuncian y se desnudan con idéntica velocidad de ensueño y memoria, con disciplina renacentista y magia cinematográfica, en una contradanza de óleo que nace y muere en cada viaje sin rumbo.
Guillermo Balbona